Época: Edad Moderna
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.
Antecedente:
Ser viuda y sobrevivir
(C) Amaia Nausia Pimoulier
Comentario
Una vez restituida, la dote podía servir para que la viuda saliese adelante, tal vez sola, o tal vez reinvirtiéndola en un nuevo matrimonio. Al fin y al cabo, tras muchos de los matrimonios en segundas nupcias se escondía la lucha por la supervivencia: el matrimonio no era sólo la unión de dos personas, era la conjunción de dos fuerzas productivas. En el mundo agrario este hecho se hacía más que evidente: al tratarse de trabajos estacionales hombres y mujeres combinaban sus esfuerzos para sacar adelante la tierra. Lo mismo ocurría en el caso de las esposas de artesanos: la mujer era un elemento importante en el negocio familiar, se encargaba de las cuentas, de la atención al público y era conocedora del proceso de fabricación. Cuando el maestro moría, algunas viudas decidían permanecer solas y sacar la tienda adelante, pero muchas otras escogían a miembros del gremio al que había pertenecido su difunto esposo para contraer segundas nupcias. Además, las segundas nupcias entre la aristocracia suponían en muchas ocasiones una forma de sellar nuevas alianzas: una viuda joven representaba para la familia de origen una nueva oportunidad de afianzar lazos estratégicos con otras familias importantes. Pero en otras ocasiones las mujeres que habían perdido a sus esposos contaban con recursos económicos suficientes, con negocios familiares o con otros recursos para salir adelante. Por otro lado, en los contratos matrimoniales estudiados no parece que la presencia de los familiares pesase mucho en la decisión de tomar un nuevo esposo. De hecho, mientras que en las primeras nupcias la familia tenía mucho peso, la decisión de contraer un segundo matrimonio fue un acto más libre, donde los contrayentes eran los principales protagonistas. Por lo tanto, y teniendo en cuenta todas estas circunstancias, sería un error pensar que las únicas motivaciones de una viuda eran las económicas o las productivas. La cuestión emocional importó mucho peso a la hora tomar un nuevo esposo.
Sea como fuere, amor, alianza, supervivencia o todas ellas a la vez, las segundas nupcias no dejaron de ser un recurso de subsistencia al que las viudas acudieron con relativa frecuencia. No sólo las viudas; en los primeros siglos de la Edad Moderna una de las constantes en los matrimonios en los que al menos uno de los cónyuges había estado casado fue la alta frecuencia con la que éstos se producían. La historiografía demográfica considera que era una forma de aliviar las crisis demográficas de aquellos siglos. No hay que olvidar que la elevada tasa de mortalidad dio lugar a numerosas mujeres viudas que ocuparon el mercado matrimonial y que éstas habían accedido al matrimonio jóvenes. Por lo tanto, al enviudar, muchas de ellas eran todavía aptas para contraer nuevas nupcias.
Aunque la nupcialidad entre aquellos que habían perdido a sus cónyuges fue muy frecuente, ésta variaba en función del género, siendo más elevada entre los hombres que entre las mujeres. Además, los viudos no sólo se casaban más que las viudas, sino que lo hacían en un alto porcentaje a todas las edades y dejando un intervalo de tiempo entre matrimonio y matrimonio menor que el de las viudas. Para las mujeres, por el contrario, la barrera de los 40 a veces fue infranqueable. No fue ésta la única diferencia entre hombres y mujeres: mientras que aquellas viudas que tenían niños tuvieron más dificultades para encontrar compañero que las que no tenían vástagos a su cargo, los viudos con niños se casaron más a menudo y más rápido que el resto de hombres que habían perdido a su esposa y no tenían hijos. Esta diferencia en la nupcialidad entre viudos y viudas se debió a varios factores: en primer lugar, la alta mortalidad entre las mujeres que daban a luz dio lugar a un mayor número de viudos jóvenes; por otra parte, el arco temporal para casarse era más breve en el caso de las mujeres -la citada barrera de la fertilidad o el aumento de la esperanza de vida que generaba viudas cada vez mayores-; si a esto sumamos que las mujeres que habían perdido a su esposo esperaban más tiempo que los hombres para encontrar un nuevo cónyuge -ínterin principalmente marcado por cuestiones morales- el marco temporal se limitaba aún más; finalmente los hombres encontraban una sustituta para su difunta esposa con mayor rapidez que las mujeres porque la ausencia de la compañera era más difícil de superar que la del esposo. Es decir, socialmente una mujer podía hacerse cargo de sus hijos y trabajar para mantenerlos, pero era impensable que un hombre realizase labores definidas como "femeninas". Puesto que los viudos con hijos necesitaban una madre para sus vástagos, podemos concluir que las viudas fueron, en este sentido, más autosuficientes.
San Pedro y San Pablo
Pero, a pesar de la alta frecuencia de este tipo de matrimonios, llama la atención que las segundas nupcias nunca terminaron de ser aceptadas ni por parte de la Iglesia, ni por parte de la comunidad. Esta dicotomía, entre la frecuencia y el rechazo, se dio ya en la Antigüedad. Así, por ejemplo en Roma se permitían los segundos matrimonios tanto en caso de fallecimiento como en caso de divorcio y, de hecho, eran habituales. Tanto es así que el emperador Augusto llegó a castigar con inhabilitaciones sucesorias a aquellos viudos que no volvían a casarse. Pero a pesar de la política imperial, las mujeres romanas que permanecieron fieles a la memoria de sus esposos fueron especialmente alabadas. La Iglesia, por su parte, también mostró una actitud ambigua desde sus inicios. El origen lo encontramos en la Epístola a los Corintios (VII, 9) de San Pablo. Éste consideraba que la mujer estaba limitada mientras su marido viviera y que la muerte del esposo era una suerte de liberación, pues, apartada de las obligaciones debidas al cónyuge, podría dedicarse completamente a Dios. Es decir, Pablo animaba intensamente a las viudas y viudos a que permanecieran solos tras la muerte de sus primeros compañeros, pero no negaba la posibilidad de que se volvieran a casar. Su principal preocupación eran las jóvenes viudas -más frágiles ante las tentaciones de la carne-, su consejo para ellas era casi una orden: para evitar los peligros de una falsa viudedad debían volcarse en un nuevo esposo, ejerciendo la maternidad, el gobierno de la casa y la vida cristiana. Así pues, aunque las primeras comunidades cristianas tolerasen las segundas nupcias, aquellas viudas que decidían no casarse eran más respetadas que las que sí lo hacían. Siguiendo la doctrina de San Agustín y de los primeros padres, se entendió que el segundo matrimonio era un remedio para la fornicación, una concesión a la fragilidad humana. Con el paso de los siglos, y al tiempo que las leyes canónicas medievales comenzaron a alcanzar madurez, retomaron la cuestión de las segundas nupcias para discutir si éstas se podían considerar como un sacramento. Tantos siglos de rechazo habían dejado un poso en la liturgia. Así, a pesar de que en general los canonistas coincidían en que la bendición sacerdotal no era imprescindible para que un matrimonio fuera válido, ni siquiera para considerase un sacramento, muchos se negaron a conceder la bendición nupcial sobre las viudas bínubas -bendición que no se negó a los viudos que se casaban con doncellas-. Así, llegados a la Edad Moderna, las segundas nupcias fueron aceptadas por la Iglesia como válidas, aunque sobre éstas siempre cayó el peso de tantos siglos de debate.
La comunidad, por su parte, tuvo su propia respuesta a las segundas nupcias: las cencerradas. Fue la forma que la comunidad encontró de hacer suyos estos mensajes contrapuestos y de traducirlos a través de su propio lenguaje. Este fenómeno, propio de toda la Europa moderna, adquirió diferentes nombres según el territorio: charivari en Francia; las llamadas cencerradas en la Monarquía hispánica; la mattinata italiana; o skimmington ride o rough music en Inglaterra. Estas conductas eran comunes tanto en el campo como en la ciudad y compartían ciertas formas: instrumentos, ruidos, canciones, palabras groseras y, a veces, disfraces. El objeto de las burlas de la escandalosa comitiva (generalmente formada por jóvenes, aunque no sólo) podía ser cualquier miembro de la comunidad que hubiera infringido las reglas de conducta del grupo y, entre otros, las viudas fueron uno de los blancos preferidos. De hecho fue un indicativo más del descontento que las segundas nupcias de viudas, y no tanto de viudos, generaban entre la población. ¿Por qué este rechazo? En parte las segundas nupcias de las viudas se vieron como un ataque a la seguridad de los hijos del primer matrimonio. No olvidemos, que la viuda que volvía a casarse debía renunciar a la tutela de sus pequeños. Así pues, las madres que optaban por un nuevo matrimonio no despertaban la simpatía de sus convecinos y podían ser percibidas como malas madres que anteponían su voluntad de casarse al bienestar de sus propios hijos. Pero el rechazo a este tipo de matrimonios se producía también como una forma de reivindicar la memoria y el honor del difunto esposo. Además, era habitual que las viudas y viudos se casasen con solteros más jóvenes que ellos. Por lo que las cencerradas y el descontento de la sociedad podían ser también una forma de protesta por el nuevo matrimonio de un hombre o una mujer mayores con un miembro más joven de la comunidad y, hasta ese momento, soltero. Esto se entiende porque ese tipo de matrimonios podía suponer una merma del mercado matrimonial para aquellos otros solteros que buscaban su oportunidad. Finalmente, se entiende que las cencerradas fueron la forma por la cual la comunidad aplicó su propia justicia en un intento por fortalecer el orden local.